jueves, 16 de octubre de 2008

De la odisea literaria entre otras cosas.

Cada vez que presto un libro, estoy generando un pacto de fuego.
Yo puedo prestarle mis medias a cualquiera, compartir mis desgracias más íntimas con un alma que me resulte confiable en ese instante, aunque esté segura que esa confianza se derrumbará al instante siguiente; puedo prestar mi atención; prestar mis alas cuando vuelo para que alguien también lo haga; mis lágrimas para el dolor de otro. Puedo prestarle a cualquiera cualquier cosa, menos un libro.
El día que decido prestar un libro puedo estar segura de que con ese sujeto he generado una relación tan estrecha como un diptongo.
Y ya no me importará si ese libro no vuelve (sobre todo si es de mis favoritos), aunque confieso que prefiero quedarme con el libro de vuelta, más que con la nostalgia. Pero decía, que no me importa, porque por haber estado entre mis manos alguna vez, por haberse brindado íntegro en un brinco y en tres caricias absolutas, ya es para siempre mio. Pasa lo mismo con los amores.
Y si se le doblan las puntas; o las páginas se desgarran; o la encuadernación se desangra y pierde la forma inicial, menos me apeno.
Son los signos del uso debido, del disfrute logrado, de la pasión alcanzada, el placer consumado dejando rastros sobre la superficie visible.
Prestar un libro, es como empezar con mayúsculas desde ahora y para siempre.
Es borrarle el punto final con la parte de atrás del lápiz y aguardar contenta, la publicación del próximo ejemplar.