lunes, 14 de febrero de 2011

Peligros del silencio.

Nada interrumpía el absoluto silencio que los encarnaba.

Ella de palabras caídas, mirada quieta sostenida en algún puntito verde lejano. Vaya uno a saber qué inmensidad escondida detrás de esa diminuta lejanía que la hipnotizaba. Los brazos caídos. No rendidos, sino caídos de quien espera y se deja sorprender. Silencio de bóveda secreta, recorriéndola desde los tobillos hasta inundarle la nariz.
Callada la noche, callada la dama como en una tertulia intimista a la que no le hace falta café.

Él de ojeras peligrosas, de las que alertan largas noches de insomnio y presagian algunas más.
La cabeza sobre los hombros sólo por cuestiones anatómicas y el arco del pecho hundido como buscando el adentro más adentro. Los poros inundados de lágrimas no dichas, de otros tiempos. Los temores todos tatuados por el largo del cuello “no me dejes”; “no me lastimes”; “si bien empieza, que bien acabe”.

Una delgada línea de deseo distingue sus cuerpos. Están uno tendido junto al otro, a varios centímetros de distancia, pero parecen igual fundidos.
Sus respiraciones se han acallado, silencio.
De los párpados el pestañeo y nada más. El silencio.
Las manos rozándose en la humedad quieta, más silencio.
El peligroso silencio, lo absoluto del silencio.


Alguien les dijo que un silencio podía decir más que cualquier palabra. Y entonces se echaron a hablar…