Sucede que a veces nos invade la agonía; el devenir acompasado de la
rutina y el vacío de querer parar un poco la calesita interior en la que
montamos la egolatría y el desamor propio también. Entonces damos nacimiento a
la vista panorámica y surgen los otros. La aparición de un nuevo escenario nos
enfrenta a desafíos que hasta entonces ni fú, ni fá.
Allí, exploradores perspicaces de un paisaje desconocido, comenzamos a tejer esa red que de incompleta nos perturba. Nos encontramos ante situaciones inconclusas… Somos incapaces de ver el todo, en principio por cuestiones humanas, limitaciones de nuestro propio ser corpóreo que en carne y hueso no logra estirar el cogote más allá de lo que le permiten las vértebras. Otras veces, es la voz interna la que nos convence de algo y deja caer un velo a través de sus palabras que esconde(nos) algo.
Allí, exploradores perspicaces de un paisaje desconocido, comenzamos a tejer esa red que de incompleta nos perturba. Nos encontramos ante situaciones inconclusas… Somos incapaces de ver el todo, en principio por cuestiones humanas, limitaciones de nuestro propio ser corpóreo que en carne y hueso no logra estirar el cogote más allá de lo que le permiten las vértebras. Otras veces, es la voz interna la que nos convence de algo y deja caer un velo a través de sus palabras que esconde(nos) algo.
Este proceso de ocultamiento, de falta, de castigo a la omnipresencia
puede resultar un tormento para muchos de nosotros en distintos órdenes (tal
vez la clave del caos está en querer ordenar todo) de nuestra existencia.
Sin embargo, podría ser un hallazgo cuando se trata de escribir la literatura de nuestra propia vida. Esos pequeños momentos, oasis de ficción inventados que surgen de las situaciones más cotidianas y que acaban siendo pequeñas historias imaginadas, entretelones de nuestras películas internas, elixir de ese pedacito que nos habita a todos y que sueña con algún día escribir (más no sea en el aire) una historia que valga algo más que la pena.
Sin embargo, podría ser un hallazgo cuando se trata de escribir la literatura de nuestra propia vida. Esos pequeños momentos, oasis de ficción inventados que surgen de las situaciones más cotidianas y que acaban siendo pequeñas historias imaginadas, entretelones de nuestras películas internas, elixir de ese pedacito que nos habita a todos y que sueña con algún día escribir (más no sea en el aire) una historia que valga algo más que la pena.
Y así se van sucediendo las escenas a media luz.
La inoportuna aparición de un dúo que conversa detrás de nosotros en
un transporte público interrumpiendo nuestra lectura de a pie al borde de las
rodillas huesudas de alguna mujer, la consecuente imposibilidad de ver sus
rostros debido a la posición… Apenas sus voces resonando a nuestra espalda.
Aquel que parado a nuestro lado, esgrime algunos cortos movimientos en
el corto tiempo que durará nuestra lateralidad compartida por el rojo de ese
muñequito de semáforo para peatones… Ese a quien podemos apenas intuirle la
fisonomía, reconstruir con la imaginación la certeza de unos gestos que desde
nuestra óptica incompleta solo son movimientos en la niebla.
El rostro triste de la desconocida que atraviesa sincrónicamente la misma
puerta en sentido inverso. Si tan solo supiéramos a dónde va, pero es
imposible. Ella sale. Y eso aumenta las posibilidades del relato… Tal vez se
trate de una huída (que seguro no será la primera); o quizás sea solo una
retirada para volver después; a veces irse es estar llegando… A veces irse es
cumplir lo que pactamos con nuestra alma, nada más.
Esas micropartecitasminúsculaschiquitascasinada en ocasiones explotan
en poesía, son motores de la creación más genuina y a la vez más polémica de la
que nos hayamos creído capaces… ¡Estamos a la vanguardia de nosotros mismos!
De pronto nos descubrimos conociendo más de lo que hubiéramos creído…
Y le inventamos al dúo que conversa en el subte un vínculo nacido de
aquellas poquitas palabras que les escuchamos decir, eso que se hizo audible
entre lo que Saramago venía diciendo en la novela que traemos en la mano y lo
que ellos conversan: Son compañeros de trabajo. En seguida imaginamos la escena
anterior, la que nos perdimos por estar en otro espacio- tiempo y decidimos
(por la hora que es y la liviandad con la que charlan) que van de regreso:
Sherlock Holmes nos vibra en la sangre y lo dejamos salir.
Aquí llega la parte donde comenzamos a armar los personajes y los llenamos de un montón de prejuicios que ahora no es momento de a analizar de dónde salen, ni porqué aparecen. Estamos cargando a los otros de aquello que somos o que negamos, lo sabemos, ¡pero no nos vamos a juzgar a nosotros mismos! ¡No ahora! ¡Justo cuando empieza a aflorarnos la creatividad! En el fondo lo que estamos haciendo no es más que un juego inocente que poco dice de nuestra propia sombra… La autoexploración quedará pendiente para otro momento. Gracias.
Aquí llega la parte donde comenzamos a armar los personajes y los llenamos de un montón de prejuicios que ahora no es momento de a analizar de dónde salen, ni porqué aparecen. Estamos cargando a los otros de aquello que somos o que negamos, lo sabemos, ¡pero no nos vamos a juzgar a nosotros mismos! ¡No ahora! ¡Justo cuando empieza a aflorarnos la creatividad! En el fondo lo que estamos haciendo no es más que un juego inocente que poco dice de nuestra propia sombra… La autoexploración quedará pendiente para otro momento. Gracias.
¿Y qué hay con ese que se para a nuestro lado para cruzar? No lo vemos,
convencidos de que dirigir la vista siempre hacia adelante nos mantiene unidos
al porvenir, pero su sola presencia ha detenido el canturrear que traíamos.
Casi por instinto nos hacemos silencio, queremos la invisibilidad ahora…
Sabemos que lo que cantamos dicen más de nosotros mismos que aquello que
decimos para nombrarnos. Rápidamente, comenzamos a imaginar una melodía más
acorde a este momento. Debe ser el paso firme con el que se detuvo a nuestro
lado, o tal vez el casi imperceptible movimiento de ese mechoncito de pelo
expresando su rebeldía capilar ante el firulete de viento que acuña cada
esquina, pero acabamos de imaginar una historia de amor a punto de comenzar.
Buscamos entonces la canción con la que deseamos que ese no sabemos quién, ni
cómo que se nos paró al lado se sienta inmediatamente identificado y no le
quede más remedio que entregarse a la sincronicidad (se nos hará necesario que este muchacho no crea en las
casualidades, claramente), gire su cabeza y se deje enamorar. Mientras tanto le
imaginamos no solo una cara, una sonrisa, una canción con la que se identifica
sino también un gusto de helado preferido y un modo particular de entender el
mundo… Respiramos aliviados de por fin haber llegado a ese mundo. Apenas tres
segundos y cambiará la luz… Tendrá que ser otro día, el cuento incluye algunos
tropiezos y vicisitudes antes de fundirnos en el amor y, por supuesto, la
promesa tácita de que nos volveremos a encontrar.
Otra vez la mujer de cara triste que se va… ¿triste? ¡Con la cantidad
de aristas posibles que tiene la tristeza ajena, sumadas a las interpretaciones
propias…! ¿cómo estar seguros de que se trata de tristeza y no de una
melancolía guardada por milenos que acaba de ser arrancada para siempre en un
mínimo gesto que ya no existe? ¿Por qué no pensar que esa tristeza es en
realidad un invento para engañar al tiempo que se le viene encima y que le ha
sentenciado nunca jamás ser feliz? ¿Y si acaso ese esbozo de lo que creímos
tristeza fuera el principio exacto de la mayor ira en nombre de la justicia que
vaya a experimentar ese rostro?¿ Quién puede jurarnos que esa tristeza no es
una sonrisa dibujada y no sea mi propia angustia la que no me deja verla?
Y volviendo a esos dos que conversan a nuestra espalda y que ya determinamos que trabajan juntos… Uno debe ser más alto que otro pero el más bajito es el jefe… Aunque no el jefe del más alto… El más alto le debe lealtad y compromiso empresarial a un tercero que aquí no nos interesa. Sin embargo, es evidente que el más bajito en la pirámide alimenticia… ¡En la pirámide organizacional! es el que se come mejor a los altos. Los devora. Sin dudas los devora, ¡Qué suerte tiene el más alto de que el bajito sea jefe de otro sector! Qué ganas debe tener el alto de volverse jefe… Si fuera jefe daría órdenes todo el tiempo, pediría explicaciones y jamás consejos.
Aquí la construcción literaria se ha lanzado al futuro en un viaje sin escala, Huxley un poroto al lado de nuestra cabeza segundos antes de arribar a “Estación Angel Gallardo descenso por el lado izquierdo”. La hipotética escena que hemos elucubrado nos suplica un retorno a las fuentes fidedignas para no perder el hilo (no vaya a ser cosa que nos liberemos demasiado). El petiso es un pedante (para este entonces incluimos sentimientos propios en la historia) y el más alto debería ya no decirle a todo que sí, nos pone nerviosos a los lectores… Se huele la rispidez (la literatura nos permite hacer posibles acciones inverosímiles en el andar cotidiano), la cuerda se tensa… La hipótesis del envenenamiento en el café cualquier mañana de estas aparece frente a nuestros ojos y no podemos creer haber recorrido ya cuatro estaciones y no precisamente las de Vivaldi sin darnos cuenta de aquello que esa voz conversadora escondía: Esto termina mal.
Pero contra todos los pronósticos, el giro final nos sorprende... El café servido en una taza azul, el sorbo caliente para desperezar la mañana, el líquido asquerosamente modificado recorriendo el largo esófago sin prisa pero sin dudarlo. El jefe bajito que sonríe, se relame y vuelve a sonreír victorioso y jefe aún…el gigante que cae redondo al suelo, consternado.
Ninguno entiende (nosotros tampoco) pero es que claro, el veneno viene en frasco chico.